miércoles, 27 de junio de 2012

EL "VALOR" DEL ARTE: DE ALTAMIRA A BANKSY





“Dos acontecimientos decisivos han marcado el curso del mundo; el primero es el nacimiento del utillaje (o el trabajo); el segundo el nacimiento del arte (o del juego) […]El juego es, en un momento dado, la transgresión de la ley del trabajo; el arte, el juego y la transgresión se vinculan en un movimiento único de negación de los principios que presiden la regularidad del trabajo.” .

Georges Bataille,  Lascaux o el nacimiento del arte, 1955. 


Inauguro el blog con una serie de reflexiones acerca del valor o los valores del arte


 Cuevas de Lascaux, 15.000 a.C.                          Banksy, 2008-2008
      .                    




Inauguro el blog con una serie de reflexiones acerca del valor o los valores del arte.

*valor (del latín valor,-oris). La RAE recoge hasta trece acepciones para dicho vocablo y lo define como grado de utilidad, importancia de algo, valentía u osadía, equivalencia entre monedas, persona con calidades positivas para desarrollar una determinada acción… Dependiendo de la  definición a la que nos remitamos podemos abordar  “el valor” del arte desde distintos punto de vista: su utilidad para el desarrollo del ser humano, su precio en el mercado del arte, la importancia de su significación y existencia o hasta su empuje para ahondar es cuestiones tabú y quebrantar el orden establecido.


ARTE: Imagino el primer hombre que plasmó su mano en las paredes de una cueva para dejar constancia de su paso por el mundo, el primer ser que modificó su cuerpo para ser más atractivo, la primera persona que pintó en busca del favor de los dioses, la primera estatua erguida en honor a la Madre Tierra, la primera figura de barro moldeada para favorecer la fecundidad, la primera mujer que decoró un vaso para libaciones, el primer recinto religioso o el primer niño que disfrutó coloreando.

Cualquier debate concerniente al arte lleva implícita la problemática de definir qué es el arte y diferenciarlo de aquello que no lo es. 

¿Qué entendemos por arte? ¿Qué puede o debe ser considerado arte?¿ quién decide que es arte y que no lo es? ¿Porqué un objeto se considera artístico y otro parecido no?. Podríamos pasar la eternidad debatiendo sobre la naturaleza del arte para llegar a la misma conclusión a la que llegó Formaggio: “arte es todo aquello que los hombres llaman arte”.



Y, ¿Qué no es arte? 

 Arte no es sinónimo de esnobismo, de tomadura de pelo, de precios inflados o gente rica dispuesta a pagar sumas astronómicas por un orinal. Tampoco es equivalente a personas bohemias decididas a arriesgar su vida por la dedicación al arte, mentes infantiles que únicamente piensan en pintar sin prestar atención al “mundo real”. Tampoco somos cuatro estudiosos, ratas de biblioteca, excelsos sabios interesados en temas antiguos y lejanos que poco o nada tienen que ver con el hombre contemporáneo posmoderno.

Puede que el arte existiera antes de que fuéramos Homo Sapiens Sapiens y seguramente sea lo que nos diferencia del resto de especies con las que compartimos el planeta Tierra. Y por eso está claro que el arte tiene un valor sociológico y antropológico, sin olvidar su valor estético y espiritual.

Plantearnos el valor del arte, el “valor” de todo aquello que se aparta de la cadena infinita de las necesidades, aquello que está más allá de lo ordinario y lo cotidiano, es la mejor manera de empezar este espacio dedicado a la reflexión y difusión artística.



A todos vosotros: Bienvenidos!






** Próximas entradas:

El “valor” del arte (Capítulo I): La utilidad del arte
El “valor” del arte (Capítulo II): El precio del arte
El “valor” del arte (Capítulo III): La importancia del arte
El “valor” del arte (Capítulo IV): La osadía del arte

El “valor” del arte (Capítulo IV): La osadía del arte



PS.- He intentado quitar el subrayado pero no lo he conseguido, disculpad si os dificulta la lectura. Intentaré mejorar la apariencia en las siguientes publicaciones, que la combinación de colores y demás es un despropósito. ¡En fin! Espero no morir en el intento porque por el momento tardo más en maquetar que en escribir el artículo propiamente.


Mi intención era empezar por el primer capítulo, pero he decidido que no seguiré ningún orden concreto, así que, aquí tenéis él número IV:




Cuarta definición de la RAE: 

“4. m. Cualidad del ánimo, que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar los peligros, denotando osadía, y hasta desvergüenza.” 




El “gran” artista acomete grandes empresas y ello conlleva un peligro que demanda osadía, falta de pudor, desvergüenza; el artista, como el criminal, explora los límites del ser humano. Éste (el criminal) difumina los límites entre el hombre y la bestia: no conoce normas, ni reglas ni tabúes. Con el asesinato, el incesto o la violación, el hombre niega lo establecido, las convenciones sociales y con ello pone en peligro la estabilidad de la comunidad. Para él, lo acordado, lo consensuado, no es válido y por eso mismo se le castiga, se le aparta, se elimina. 



De manera semejante, el artista pone en peligro lo establecido, pero allí donde el criminal solamente destruía, el gran artista se convierte en partícipe de la doble actividad destrucción-creación. Es él (el “gran artista”) quien marca los límites de lo concebible, de lo pensable, de lo actuable, de lo posible, y en cierta manera, diluye la separación entre lo humano y lo divino, lo supra-humano. El arte se convierte entonces en un diálogo entre el ser humano y aquello que está más allá de su poder y control: Dios, la eternidad, el inconsciente, la universalidad, lo inenarrable e inefable. 



El gran artista no sigue normas sino que las transgrede. Sea de manera subversiva o inconsciente, es capaz de crear unas reglas, unas maneras de hacer, que serán seguidas por los acólitos de las siguiente generación. Es en este punto dónde el artista muestra valentía, osadía: el valor desde el punto de vista del que hoy queremos hablar.





Valor: denominador común de Giotto, Leonardo, Caravaggio, David, Courbet, Manet, Matisse, Picasso, Duchamp o Warhol. Todos ellos nacieron en un ambiente artístico dónde determinados modos de operar estaban anquilosados pero cuando marcharon, dejaron tras de sí un nuevo panorama artístico; permitieron que el arte continuara mutando, que adoptara nuevas formas, que renovara sus medios. Fueron los primeros en captar nuevas maneras de entender la vida y sus obras presentan la mirada primordial de un tipo de ser humano que aún estaba por venir. Con esto, no queremos decir que el arte sea profético. El arte es siempre hijo de su tiempo y plasma las diferentes realidades convergentes en un mismo momento, puesto que la existencia humana es siempre plural y diversa y en un mismo ambiente cultural pueden coincidir distintas maneras de ver e interpretar el mundo.


Nosotros hablamos hoy de excepciones. Nótese que nos hemos referido varias veces al “gran” artista para diferenciarlos del resto de artistas. Con este adjetivo pretendemos agrupar a aquellos seres excepcionales que se cuentan por decenas (lo cual es muy poco si tenemos en cuenta los millares de siglos que llevamos de civilización occidental). 




La producción artística más general sigue tendencias basadas en esquemas establecidos y en la tradición. Únicamente unos pocos son capaces de desmarcarse de la tendencia general y marcar el inicio de un cambio. Obviamente, esta fractura o transición con los hábitos de pensamiento precedentes no la encontramos sólo en arte, sino que esta discurre paralela a cambios semejantes operados en otras ramas del saber como la ciencia o la filosofía, pero es el arte el ámbito que nos concierne y ocupa.




En las obras de Giotto o Duchamp hay atrevimiento porque ponen en cuestión la validez de los criterios predominantes en su tiempo y disponen el giro de pensamiento que se empezaba a operar. Giotto empezó a observar el mundo circundante y a valorarlo por sus características, ya no buscó plasmar una entidad trascendente sino que se fijó en la realidad humana para llevar a cabo sus frescos y retablos. Leonardo fue más allá y estudió exhaustivamente la naturaleza acortando las distancias entre ciencia y arte. Puede que la célebre Gioconda fuera la síntesis perfecta de su basto corpus teórico. El nuevo hombre moderno es el centro de interés tanto en arte como en astronomía, religión o filosofía.






Izquierda: GIOTTO, Escenas de la vida de Joaquín, “Encuentro ante la puerta dorada” (detalle), 1304-1306. Derecha: LEONARDO DA VINCI, Retrato de Ginevra de Benci, 1474-78.







Caravaggio llevó al límite el interés por la cotidianeidad y se atrevió a plasmar a personajes sagrados como si se tratara de seres carnales. Tanto fue así que su primer San Mateo para la Capilla Contarelli en la iglesia romana de San Luis de los Franceses no fue aceptado y tuvo que pintar la segunda versión que hoy encontramos in situ. Mucho más tarde, Courbet huyó de los academicismos imperantes, del “Grand Goût” y prefirió pintar a las gentes de la periferia parisina como sus congéneres de Ornans. 




Izquierda: CARAVAGGIO, Madonna de Loreto, 1603-04. Derecha: COURBET, Autorretrato- El hombre desesperado, 1844-45.





Manet molestó, su Olympia fue tachada de vulgar, su cuerpo se relacionó con la morgue, su mirada con la de Medusa. No fue el desnudo lo que escandalizó. Sabemos que los salones estaban repletos de venus, odaliscas y todo tipo de mujeres tan exóticas como ideales cuyos cuerpos desnudos resultaban tan falsos como inocuos. Frente a la denostada Olympia, encontramos El nacimiento de Venus de Cabanel, obra adquirida ese mismo año 1863 por el emperador Napoleón III. Pero Manet era un pintor de la vida moderna -con palabras de su colega Baudelaire- sus obras eran novedosas des del punto de vista formal: planas, con manchas de color sin sombreado ni preocupación por la perspectiva ilusionista dominante des del renacimiento. A nivel iconográfico subvirtió la tradición, se atrevió a citar los clásicos para actualizarlos y dar una nueva lectura más acorde con el París finisecular.

Izquierda: CABANEL, El nacimiento de Venus, 1863. Derecha: MANET, Olympia, 1863.






La osadía se convirtió en una constante en el arte de las primeras vanguardias. Matisse exaltó la paleta cromática mientras Picasso pensaba sobre la forma. Duchamp forzó los límites de lo artístico al presentar en 1917 un retrete girado 90º y firmado con un seudónimo. Warhol, menos crítico pero igual de atrevido, se apropió de los artículos de supermercado, roba las imágenes de la sociedad de consumo y los convierte en suyos.

Izquierda: MATISSE, La alegría de vivir, 1906. Derecha: PICASSO, Las señoritas de Aviñón, 1907.






Las obras de los que ya podemos llamar “grandes maestros” atestiguan el atrevimiento humano, la continua renovación de la normas, la transmutación de los credos. El valor (la valentía) del arte reside en quienes lo crean y en quienes lo admiran y defienden.

Quizá al arte de hoy le falte valor (osadía) y le sobre valor (precio). 

Seamos valientes. Como lo fueron Giotto, Caravaggio, Manet o Duchamp y quienes supieron estimarlos.







Izquierda: MARCEL DUCHAMP, Fuente (Urinario), 1917. Derecha: ANDY WARHOL, Cajas Brillo, cereales Kellogg’s, Ketchup Heinz, zumo de manzana Mott’s, albaricoques Del Monte y sopa Campbell’s, 1964.







** Próximas entradas



El “valor” del arte (Capítulo I): La utilidad del arte 

El “valor” del arte (Capítulo II): El precio del arte 

El “valor” del arte (Capítulo III): La importancia del arte


El “valor” del arte (Capítulo III): La importancia del arte. Valor sintomático y de existencia



"Lo que no es tradición es plagio."
Eugeni d'Ors


"valor": tercera acepción de la RAE:

3. m. Alcance de la significación o importancia de una cosa, acción, palabra o frase.




¿Por qué es importante que exista el arte?


Hablábamos el otro día del arte que participa de los cambios, del arte que se adelanta, de los artistas que preconizan estilos, formas e ideas; de aquéllos artistas que marcan un punto de inflexión y sin los cuales la historia del arte sería (algo, poco, mucho) distinta. La aportación que hicieron esos artistas a la cultura es evidente. Pero frente a esos unicums encontramos el grueso de obras de arte, infinitas piezas que forman parte de múltiples colecciones, expuestas en museos o escondidas en las reservas. 


A mí me gusta hablar del valor sintomático y del valor de existencia. Puede que sea una “mala copia” de un Leonardo o una vasija cualquiera de época romana pero allí está y no podemos obviarla.


El valor de existencia parece obvio, pero quizá no lo es tanto. Pausanias o Plinio el Viejo nos reportan numerosas obras que hemos de creer extraordinarias pero que malogradamente no han llegado a nuestros días. Otras muchas seguramente –como la ficticia obra maestra de Frenhofer- no se han conservado pero tampoco ha quedado constancia de ellas en los libros.


Lo primero y fundamental es que exista, que se haya conservado aunque sea de manera parcial y fragmentaria.


En el caso de las obras de tiempos pasados muchas veces los que les da valor es que han superado la barrera de los siglos, han llegado a nuestros tiempos como sombra de lo que fueron. 


Del mismo modo que un pañuelo guarda tímidamente el perfume de la amada que se fue para no volver, vemos la magnificencia de las 46 columnas dóricas de la columnata exterior del Partenón que aún sostienen parte del entablamento y de los frisos. Las columnas aún en pie símbolo del florecimiento ateniense nos recuerdan que la sociedad que vivió el siglo V a.C. es la cuna de nuestra civilización. Dentro sabemos que descansaba la gigantesca estatua criselefantina de Atenea perfectamente esculpida por Fídias. Lo que ha terminado por llamarse “el Siglo de Pericles” constituye uno de los períodos más esplendorosos en lo que arte y pensamiento se refiere, con nombres como los escultores Fídias, Mirón o Policleto; los autores teatrales Esquilo, Sófocles, Aristófanes o Eurípides además del esplendor de la cerámica ateniense y la construcción de la Acrópolis de Atenas.


De Fídias sabemos por los textos que fue el más grande de los escultores aunque no conservamos más que algunas copias romanas de originales presuntamente suyos y algún que otro fragmento atribuido a su mano. Y es aquí donde reside el valor de existencia del que hablábamos al principio. Las copias, que a priori nos puede parecer que carecen de interés alguno se convierten ahora en una manera de acercarnos al original o primigenio.


De la misma manera, las estatuas conservadas son retazos de una realidad que imaginamos mucho más grandiosa. La Victoria de Samotracia, aún sin cabeza, sigue avanzando a lo largo de los siglos para demostrar la grandeza griego y nosotros, hombres del siglo XXI, no podemos hacer otra cosa que maravillarnos. Puede que la Victoria de Samotracia conservada en el Louvre no fuera la más bonita, ni la más imponente, puede que su técnica de los paños mojados simplemente siguiera las enseñanzas de Fídias pero es ella quien ha superado la inevitable barrera del paso del tiempo.


De esta manera, por el simple (o no tan simple) hecho de existir la obra de arte posee un valor. Aunque después lo califiquemos como bazofia, refrito, pastiche o más finamente como “puta-mierda”. Una vez la obra existe como objeto, como entidad física, independientemente de su valía a nivel técnico, formal, conceptual… tiene siempre un valor como síntoma.


Cuando nos referimos al valor sintomático de una obra hablamos normalmente de obras que analizadas individualmente puede que no tengan demasiado interés pero que vistas en conjunto nos aportan mucha información sobre la sociedad en la que fueron creadas.


Hablamos de otro tipo de artista y de otro tipo de arte que no se caracterizan por sus diferencias respeto al resto de la producción artística, no rompen esquemas ni se adelantan a la mayoría de sus contemporáneos sino que se dejan llevar por la corriente dominante y siguen modelos establecidos. En definitiva, de aquel arte que a título individual puede que no sea relevante pero que valorado en conjunto termina por caracterizar una época, un estilo o una escuela.


No toda la producción artística se puede considerar “obra maestra” ni todos los artistas “extraodinarios”. Detrás de los grandes maestros que mencionamos en la anterior actualización -Giotto, Leonardo, Caravaggio, Courbet, Picasso, Duchamp, Warhol…- y otros muchos más que podríamos añadir –Rafael, Tiziano, Rubens, Rembrandt, Ingres, Kandinsky…- hay muchos aprendices. Todo sacerdote necesita sus acólitos, todo maestro sus pupilos. Y como siempre, hay alumnos más o menos aventajados, hay quienes a duras penas entienden aquellos que el maestro les cuenta y quienes son capaces de superar a su insigne predecesor.


Los grandes maestros abrieron el camino pero fueron muchos quienes los siguieron: la escuela de Giotto, el taller de Leonardo, los seguidores de Tiziano, la bottega di Caravaggio, la influencia ingresca o la inspiración picassiana. 


El valor sintomático resulta interesante para comprender el arte de hoy. La producción artística actual muestra el malestar general de la cultura y evidencia la crisis de valores que sufre Europa y el mundo occidental. El arte latinoamericano y oriental va ganando fuerza mientras en Occidente encumbramos a Damien Hirst.






Pero, ¿por qué es importante el arte? 


El arte se relaciona estrechamente con la memoria y el recuerdo. Porque nos habla de nosotros, del pasado y del presente, de quienes hemos sido, de quienes somos, también de quien podemos ser. 


Algunas obras de arte juegan a hacernos creer que somos eternos, que nuestra huella pude perdurar en el tiempo y que aunque nuestra individualidad se pierda inevitablemente una parte de nosotros nos sobrevivirá. 


Nuestros pies serán pasto de gusanos pasados unos años pero nuestra huella puede permanecer: “plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro” dice la sabiduría popular. Respetar la naturaleza y procrearnos no son la única manera de perpetuar nuestra especie. También la literatura, el arte, son importantes porque nos permite reconocernos como seres humanos y nos recuerda que somos capaces de realizar cosas magníficas. Eso hoy en día no es poco. Entre tanta niebla no está mal algo de sol.