miércoles, 27 de junio de 2012

El “valor” del arte (Capítulo III): La importancia del arte. Valor sintomático y de existencia



"Lo que no es tradición es plagio."
Eugeni d'Ors


"valor": tercera acepción de la RAE:

3. m. Alcance de la significación o importancia de una cosa, acción, palabra o frase.




¿Por qué es importante que exista el arte?


Hablábamos el otro día del arte que participa de los cambios, del arte que se adelanta, de los artistas que preconizan estilos, formas e ideas; de aquéllos artistas que marcan un punto de inflexión y sin los cuales la historia del arte sería (algo, poco, mucho) distinta. La aportación que hicieron esos artistas a la cultura es evidente. Pero frente a esos unicums encontramos el grueso de obras de arte, infinitas piezas que forman parte de múltiples colecciones, expuestas en museos o escondidas en las reservas. 


A mí me gusta hablar del valor sintomático y del valor de existencia. Puede que sea una “mala copia” de un Leonardo o una vasija cualquiera de época romana pero allí está y no podemos obviarla.


El valor de existencia parece obvio, pero quizá no lo es tanto. Pausanias o Plinio el Viejo nos reportan numerosas obras que hemos de creer extraordinarias pero que malogradamente no han llegado a nuestros días. Otras muchas seguramente –como la ficticia obra maestra de Frenhofer- no se han conservado pero tampoco ha quedado constancia de ellas en los libros.


Lo primero y fundamental es que exista, que se haya conservado aunque sea de manera parcial y fragmentaria.


En el caso de las obras de tiempos pasados muchas veces los que les da valor es que han superado la barrera de los siglos, han llegado a nuestros tiempos como sombra de lo que fueron. 


Del mismo modo que un pañuelo guarda tímidamente el perfume de la amada que se fue para no volver, vemos la magnificencia de las 46 columnas dóricas de la columnata exterior del Partenón que aún sostienen parte del entablamento y de los frisos. Las columnas aún en pie símbolo del florecimiento ateniense nos recuerdan que la sociedad que vivió el siglo V a.C. es la cuna de nuestra civilización. Dentro sabemos que descansaba la gigantesca estatua criselefantina de Atenea perfectamente esculpida por Fídias. Lo que ha terminado por llamarse “el Siglo de Pericles” constituye uno de los períodos más esplendorosos en lo que arte y pensamiento se refiere, con nombres como los escultores Fídias, Mirón o Policleto; los autores teatrales Esquilo, Sófocles, Aristófanes o Eurípides además del esplendor de la cerámica ateniense y la construcción de la Acrópolis de Atenas.


De Fídias sabemos por los textos que fue el más grande de los escultores aunque no conservamos más que algunas copias romanas de originales presuntamente suyos y algún que otro fragmento atribuido a su mano. Y es aquí donde reside el valor de existencia del que hablábamos al principio. Las copias, que a priori nos puede parecer que carecen de interés alguno se convierten ahora en una manera de acercarnos al original o primigenio.


De la misma manera, las estatuas conservadas son retazos de una realidad que imaginamos mucho más grandiosa. La Victoria de Samotracia, aún sin cabeza, sigue avanzando a lo largo de los siglos para demostrar la grandeza griego y nosotros, hombres del siglo XXI, no podemos hacer otra cosa que maravillarnos. Puede que la Victoria de Samotracia conservada en el Louvre no fuera la más bonita, ni la más imponente, puede que su técnica de los paños mojados simplemente siguiera las enseñanzas de Fídias pero es ella quien ha superado la inevitable barrera del paso del tiempo.


De esta manera, por el simple (o no tan simple) hecho de existir la obra de arte posee un valor. Aunque después lo califiquemos como bazofia, refrito, pastiche o más finamente como “puta-mierda”. Una vez la obra existe como objeto, como entidad física, independientemente de su valía a nivel técnico, formal, conceptual… tiene siempre un valor como síntoma.


Cuando nos referimos al valor sintomático de una obra hablamos normalmente de obras que analizadas individualmente puede que no tengan demasiado interés pero que vistas en conjunto nos aportan mucha información sobre la sociedad en la que fueron creadas.


Hablamos de otro tipo de artista y de otro tipo de arte que no se caracterizan por sus diferencias respeto al resto de la producción artística, no rompen esquemas ni se adelantan a la mayoría de sus contemporáneos sino que se dejan llevar por la corriente dominante y siguen modelos establecidos. En definitiva, de aquel arte que a título individual puede que no sea relevante pero que valorado en conjunto termina por caracterizar una época, un estilo o una escuela.


No toda la producción artística se puede considerar “obra maestra” ni todos los artistas “extraodinarios”. Detrás de los grandes maestros que mencionamos en la anterior actualización -Giotto, Leonardo, Caravaggio, Courbet, Picasso, Duchamp, Warhol…- y otros muchos más que podríamos añadir –Rafael, Tiziano, Rubens, Rembrandt, Ingres, Kandinsky…- hay muchos aprendices. Todo sacerdote necesita sus acólitos, todo maestro sus pupilos. Y como siempre, hay alumnos más o menos aventajados, hay quienes a duras penas entienden aquellos que el maestro les cuenta y quienes son capaces de superar a su insigne predecesor.


Los grandes maestros abrieron el camino pero fueron muchos quienes los siguieron: la escuela de Giotto, el taller de Leonardo, los seguidores de Tiziano, la bottega di Caravaggio, la influencia ingresca o la inspiración picassiana. 


El valor sintomático resulta interesante para comprender el arte de hoy. La producción artística actual muestra el malestar general de la cultura y evidencia la crisis de valores que sufre Europa y el mundo occidental. El arte latinoamericano y oriental va ganando fuerza mientras en Occidente encumbramos a Damien Hirst.






Pero, ¿por qué es importante el arte? 


El arte se relaciona estrechamente con la memoria y el recuerdo. Porque nos habla de nosotros, del pasado y del presente, de quienes hemos sido, de quienes somos, también de quien podemos ser. 


Algunas obras de arte juegan a hacernos creer que somos eternos, que nuestra huella pude perdurar en el tiempo y que aunque nuestra individualidad se pierda inevitablemente una parte de nosotros nos sobrevivirá. 


Nuestros pies serán pasto de gusanos pasados unos años pero nuestra huella puede permanecer: “plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro” dice la sabiduría popular. Respetar la naturaleza y procrearnos no son la única manera de perpetuar nuestra especie. También la literatura, el arte, son importantes porque nos permite reconocernos como seres humanos y nos recuerda que somos capaces de realizar cosas magníficas. Eso hoy en día no es poco. Entre tanta niebla no está mal algo de sol. 







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